martes, 30 de octubre de 2012

Una rutina desgastada.


 
         Un horrible tapiz en la muralla lo miraba tras esa puerta antigua, podían verse botellas empolvadas de cuando ese Bar era un restaurante dibujado de chilenos disfrazados de italianos, vendiendo pizza a los oficinistas que al mediodía iban por un almuerzo rápido.  Solía esconderse ahí cuando tenía problemas, sabía que ese lugar era el único donde podía incluso gritar y nadie lo escucharía, pues ahí se encontraba, sumergido bajo una botella de vodka ruso de una marca impronunciable por las letras de su etiqueta. Entonces escuchó su nombre – ¡Enzo!, ¿Enzo, estás allí?, todos acá arriba están preguntando – Nada más podría hacer, tendría que levantarse aunque no quisiera, no podía mostrar esa faceta de debilidad.
   - ¡Miren, es Enzo!, vamos, uno, dos, tres, ¡Cumpleaños feliz…! – Era toda su familia y amigos en su cumpleaños número 40 y una torta de 3 pisos gigante de mazapán, su favorita, adornada con luces que iluminaban fuertemente la cara de su señora, a la que sin duda, amaba.  A veces Enzo sufría cambios de ánimo que prefería esconder en ese sótano y no exponerlos al público pero esta vez no pudo, era imposible esconderse a esa altura. - ¿Qué pasa compadre?, ¿tienes algo?, todos viajaron desde lejos y tu traes esa cara. – No me vengas con esa mierda, todos saben por lo que estoy pasando, no puedo pretender que todo anda bien, sabes como soy así que trata de evitar estos comentarios otra vez – y partió tras su esposa tomándola de la cintura mientras con la otra mano cogía una copa de champagne de las  que habían en la mesa.
    Había transcurrido el día muy rápido, ya el sol se escondía tras las montañas y el mar estaba en calma. “Las Violetas 1996” era la dirección de la casa color crema que albergaba a Enzo Vidiella, a Verónica su mujer, y a su pequeña hija Lía de 2 años de edad. Ya no quedaba gente y el último invitado, un amigo de Verónica, que insistía con seguir celebrando sin darse cuenta de la cara de cansado del dueño de casa finalmente se marchó. Ya en la habitación ambos se ponían sus pijamas y comentaban la tarde, ella se veía muy feliz, todo había estado perfecto, había estado tan ocupada atendiendo a sus invitados que no se logró dar cuenta de la cara de angustia que invadió el alma de su marido durante todo el día. Conversaron un rato, hicieron el amor, Enzo olvidó sus preocupaciones por unas horas y logró conciliar el sueño.
    Sus días eran muy rutinarios, sobretodo los días como hoy, cada lunes tipo nueve de la mañana debía recibir la mercadería de la embotelladora para reabastecer el arsenal de licor que semanalmente vendía. – ¡Vamos po` Kike!, ¡Weooón! – Crashhhhhh… Explotaron dieciséis cervezas de medio litro artesanales, la espuma recorrió los zapatos blancos con negro estilo Al Capone que usaba Vidiella, un silencio sepulcral arrancó las palabras de las bocas que degustaban en el aire el sabor de la cebada, – ¡Por la mierda!, estas cervezas son artesanales, cómo no saben hacer su trabajo, ¿acaso ustedes ineptos van a pagar?, me traigo yo las condenadas cervezas en tu camión José porque me ahorro el reparto de Productos Santa Ana pero a la vez pierdo el seguro, y ahora miren, acabo de perder la mitad de una caja, ¡carajo! – caminó hacia dentro del local pensando en unos míseros pesos que comparados con lo que ganaba semanalmente, eran insignificantes y cerró enfurecido la puerta de su oficina
    Sonó la puerta 3 veces y se abrió cuidadosamente mientras aparecía por detrás la cara sumisa de José, un joven camionero que hacía su mensualidad haciendo fletes como éste y repartiendo cocaína en un camión blanco Hyundai H-100 año 1996 muy bien cuidado – Don Enzo, perdone, sabe que al Kike no se le cayó de adrede, fue un accidente que a cualquiera le puede pasar – el Don tomó su billetera de cuero, hizo un cheque por la suma justa y se lo entregó al hombre – no te preocupes, si lo sé, a veces me pongo mas grave de lo que debo ser, pídele disculpas a tu pioneta por parte mía – se cerró la puerta delicadamente y se escuchó el escape con bramador del vehículo. Ya solo, prendió su computador de escritorio, abrió un documento en Excel y comenzó a calcular mientras el reloj Luchetti de los años 80 regalado por su padre en su niñez avanzaba lentamente hacia el medio día. De repente se abre la puerta tipo vaquero del “John Karpuler Bar”, ubicado en la avenida del mismo nombre, e ingresa un hombre acabado, con una barba de no afeitar en por lo menos cinco días, que tras su corto pelo gris dejaba ver la mirada de alguien que no reía hace décadas. Se acercó a la barra mientras Vidiella soltaba el ratón del ordenador y pidió un churrasco italiano mas una botella de cerveza artesanal. No había llegado la cocinera aún, una mujer anciana muy pequeña con una joroba que la doblaba dejándola del tamaño de un grifo, y dentro de la memoria distorsionada del anfitrión, apareció el recuerdo de que ese día ella se ausentaría - ¡Carajooo! - como una implosión dentro de la mente de Enzo – perdón amigo, hoy no tenemos cocina – entonces el hombre canceló la cerveza pagó con un billete de cinco mil pesos y sin despedirse ni recuperar su vuelto, partió hacia su automóvil y se largó.

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